El 1 de octubre celebramos la fiesta de Sta. Teresa del Niño Jesús, o Teresita, como se le llama habitualmente. Fue nombrada patrona de las Misiones, junto a nuestro S. Francisco Javier.
Al pensar en ella, nos es fácil asociarla a los misioneros, por quienes ella ofrecía hasta las más pequeñas acciones o trabajos de su vida. También la recordamos como la santa de la “lluvia de rosas”, la de la confianza y el “caminito” inventado para llegar más pronto a Dios. Pero, quizá, ignoramos que al final de su corta vida (murió con 24 años), había pedido a Dios “compartir mesa” con los enemigos número 1 de la Iglesia. “Los pecadores” de quienes habla eran los incrédulos, los ateos que se burlaban de su fe. Hoy serían los agnósticos. Pues bien, a éstos, les llama “hermanos”:
“Señor, vuestra hija ha comprendido…y os pide perdón para sus hermanos. Se resigna a comer, por el tiempo que tengáis a bien, el pan del dolor, y no quiere levantarse de esta mesa llena de amargura donde comen los pobres pecadores hasta que llegue el día por Vos señalado. ¡Señor, despedidnos justificados!…que todos esos que no están iluminados por la antorcha de la fe, la vean por fin brillar” (Historia de un alma, Manuscrito C)
Espíritu y corazón recios los de esta joven mujer que se mete en la noche de la fe para acompañar a aquellos que no pueden creer. Para elevar su súplica junto a ellos, porque ella misma ha conocido desde dentro esa terrible oscuridad. Ella se identifica con ellos y pide la gracia del perdón y de la justificación. Mujer, que, como dice el Papa Francisco, ha saltado desde el monasterio a las periferias, para quien no hubo separaciones físicas ni espirituales. Su amor le llevó a vivir fuera, junto a las urgencias y necesidades de los hermanos; donde, animada por el inmenso amor de Dios, se hizo proximidad de Dios mismo. Buena inspiradora para la Iglesia de nuestros tiempos que tiene que aprender el diálogo con los márgenes, y a transitar por ellos.
Si existiera un patronazgo para los agnósticos, tendría que ser para ella.